Puesto que una de las funciones principales de las emociones es facilitar la aparición
de las conductas apropiadas, la expresión de las emociones permite a los demás predecir
el comportamiento asociado con las mismas, lo cual tiene un indudable valor en los
procesos de relación interpersonal. Izard (1989) destaca varias funciones sociales de las
emociones, como son las de facilitar la interacción social, controlar la conducta de los
demás, permitir la comunicación de los estados afectivos, o promover la conducta
prosocial. Emociones como la felicidad favorecen los vínculos sociales y relaciones
interpersonales, mientras que la ira pueden generar repuestas de evitación o de
confrontación. De cualquier manera, la expresión de las emociones puede considerarse
como una serie de estímulos discriminativos que facilitan la realización de las conductas
apropiadas por parte de los demás.
La propia represión de las emociones también tiene una evidente función social. En
un principio se trata de un proceso claramente adaptativo, por cuanto que es socialmente
necesaria la inhibición de ciertas reacciones emocionales que podrían alterar las
relaciones sociales y afectar incluso a la propia estructura y funcionamiento de grupos y
cualquier otro sistema de organización social. No obstante, en algunos casos, la
expresión de las emociones puede inducir el los demás altruismo y conducta prosocial,
mientras que la inhibición de otras puede producir malos entendidos y reacciones
indeseables que no se hubieran producido en el caso de que los demás hubieran
conocido el estado emocional en el que se encontraba (Pennebaker, 1993). Por último, si
bien en muchos casos la revelación de las experiencias emocionales es saludable y
beneficiosa, tanto porque reduce el trabajo fisiológico que supone la inhibición
(Pennebaker, Colder y Sharp, 1990) como por el hecho de que favorece la creación de
una red de apoyo social ante la persona afectada (House, Landis y Umberson, 1988), los
efectos sobre los demás pueden llegar a ser perjudiciales, hecho éste que está constatado
por la evidencia de que aquéllos que proveen apoyo social al afligido sufren con mayor
frecuencia trastornos físicos y mentales.



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